La flota enviada por Felipe II contra Inglaterra no fue derrotada por el enemigo en combate, pero su viaje de vuelta por el mar del Norte hizo que la empresa terminara en desastre
En enero de 1588, Felipe II dirigió un grave mensaje a las Cortes de
Castilla, la asamblea en la que se reunían los representantes de las
ciudades: «Ya conocéis todos la empresa en que me he puesto por el
servicio de Dios y aumento de nuestra santa fe católica y beneficio de
estos reinos [...] Esto obliga a muy grandes y excesivos gastos, pues no
va en ello menos que la seguridad del mar y de las Indias y aun de las
propias casas». La «empresa» a la que se refería el rey era nada menos
que una invasión de Inglaterra, con el objetivo de derrocar a la reina
Isabel y terminar con el apoyo que ésta prestaba a los rebeldes
protestantes de Flandes, en guerra contra España desde hacía veinte
años. Para ello Felipe II había reunido en Lisboa una armada gigantesca:
130 buques de guerra y de transporte, con una tripulación de 12.000
marineros y 19.000 soldados. Al mando se encontraba un prestigioso
aristócrata andaluz, el duque de Medinasidonia...
A
finales de julio de 1588, la Armada entraba en el canal de la Mancha.
Los ingleses estaban sobre aviso y enviaron sus navíos de guerra a
hostigarla desde los flancos...
La batalla en el Canal
Los ingleses, resueltos a impedir el desembarco, lanzaron en la
madrugada del 8 de agosto ocho brulotes (barcos incendiados) contra la
Armada, obligándola a levar anclas a toda velocidad, lo que provocó la
confusión y la dispersión de la flota...
Al día siguiente las unidades dispersas
fueron rodeadas por las naves inglesas y sufrieron un importante
cañoneos...
Los
galeones españoles apenas pudieron responder al fuego y si lo hicieron
causaron pocos daños. Por si eso fuera poco, la mañana del 9 de agosto
los vientos y las corrientes habían lanzado a la flota hispana frente a
las costas holandesas, mientras los ingleses contemplaban el espectáculo
desde lejos. La situación era desesperada. La mejor infantería del
mundo estaba encerrada en aquellos buques sin poder combatir y condenada
a morir. Por suerte para los españoles, el viento cambió de golpe y la
Armada pudo adentrarse mar abierto, aunque seguida del enemigo.
La
flota se había salvado, pero la proyectada invasión era irrealizable.
Ciertamente, la «armada invencible» –como la denominó con ironía la
propaganda inglesa– no había sido vencida. No había habido desembarco,
ni abordajes, ni lucha cuerpo a cuerpo… De hecho no había habido batalla
alguna, sólo cañoneo y vientos violentos, y el fruto de todo ello se
reducía a siete u ocho barcos hundidos y los 1.500 muertos mencionados.
Por parte inglesa, se calcula que las bajas fueron de unos pocos
cientos.
Sin embargo, por la tarde del 9 de agosto el viento
siguió alejando de la costa flamenca a los navíos, e hizo imposible el
contacto con los tercios que debían ejecutar la invasión. Además, muchos
navíos presentaban averías y, en general, carecían de munición para
enfrentarse con garantías
a una escuadra como la inglesa, que podía reabastecerse en sus puertos.
En esta situación, el duque de Medinasidonia convocó a los capitanes de
la flota a un consejo de guerra para decidir qué se debía hacer. Tal
era el desánimo que algunos sugirieron incluso entregarse al enemigo;
otros capitanes, en cambio, proponían combatir hasta las últimas
consecuencias: «que volviésemos al Canal y allí acabásemos o
ejecutásemos lo que nuestro rey nos mandaba». Finalmente se acordó que
si el viento seguía soplando en contra, la flota emprendería el regreso a
España. Y en efecto, al día siguiente, 10 de agosto, «se publicó la
vuelta a España por toda la Armada»...
La lucha contra los elementos
La flota
española estaba muy maltrecha y carecía de suministros. Desde el mismo
momento de la partida se dieron órdenes de racionamiento, en especial de
bebida, ya que se perdió mucha agua que iba en toneles de mala calidad;
a los pocos días se mandó echar por la borda las mulas y caballos,
también para economizar agua. Muchos marinos habían caído enfermos. Aun
así, el mayor problema era el clima. Con el progreso hacia el norte las
temperaturas cayeron en picado y la flota quedó envuelta en espesas
brumas y amenazantes temporales, además de sufrir vientos contrarios que
frenaron su avance.
Los navíos pudieron bordear las islas
Shetland, pero a partir del 18 de septiembre, cuando se hallaban frente a
las costas de Irlanda, se desencadenó un terrible temporal. Un oficial
inglés destacado en Irlanda lo describió como «un ventarrón tremendo,
una fuerte tormenta como no se había visto ni oído desde hacía mucho
tiempo». La flota española quedó totalmente dispersada, y cada barco
hubo de componérselas como pudo. Algunos buscaron refugio en la costa
para emprender reparaciones. La situación de los marineros era
desesperada. Según el testimonio de un marinero portugués capturado por
los ingleses, «cada día mueren en el barco cuatro o cinco hombres, de
hambre o de sed. Ochenta de los soldados y veinte marineros están
enfermos, y el resto están muy débiles [...] Dice que el propósito del
almirante es intentar llegar a España aprovechando el primer viento que
se presente. Entre los soldados se comenta que, si logran volver a
España, nunca más se enzarzarán con ingleses».
Un buen número de
barcos, cerca de treinta, naufragaron frente a las costas de Irlanda
entre mediados de septiembre y a lo largo de octubre. Obviamente los
naufragios afectaron a los barcos más frágiles, como los cargueros,
mientras que los galeones de guerra, a pesar de haber sufrido en mayor
medida durante los combates, soportaron mucho mejor la dura travesía.
Los naufragios arrojaron cientos de cadáveres a las playas irlandesas, e
incluso dejaron huella en la toponimia: un pueblo del condado de Clare
se llama Spanish Point, el «cabo de los españoles», en referencia a los naufragios de la Armada.
Un retorno sin gloria
El
suplicio no acabó hasta que los navíos volvieron a los puertos
cantábricos, en un lento goteo, entre finales de septiembre y el mes de
octubre. Algunos barcos, a causa del deplorable estado en que se
encontraban, naufragaron ante las costas españolas. Al final sólo
regresaron alrededor de 70 u 80 naves de las 130 que zarparon de Lisboa.
Muchas estaban en unas condiciones tan lamentables que fue imposible
repararlas y tuvieron que ser desguazadas. De los 31.000 hombres que
habían embarcado se calcula que murieron unos 20.000: 1.500 en los
combates, 8.500 en los naufragios y unos 2.000 asesinados en Irlanda,
además de otros 8.000 que fallecieron a lo largo de la travesía o al
llegar a puerto, víctimas de las enfermedades y de las penalidades de la
vida a bordo. Entre los muertos figuraron muchos de los mejores
capitanes de la época, como Alonso de Leyva, Miguel de Oquendo o Juan
Martínez de Recalde, que falleció al poco de volver.
El duque de
Medinasidonia, enfermo y deprimido, partió casi clandestinamente hacia
su residencia en Sanlúcar sin pasar por la corte, tras remitir a Felipe
II un detallado informe sobre la fracasada expedición.
Parece que
la famosa frase del rey en la que se lamentaba de que él había enviado
una flota a luchar contra los hombres, no contra los elementos, no es
cierta. Se sintió, eso sí, profundamente decepcionado y hasta abatido:
«pido a Dios que me lleve para sí por no ver tanta mala ventura y
desdicha», llegó a escribir a su capitán y secretario, Mateo Vázquez,
cuando tuvo noticias ciertas del desastroso viaje de retorno.
Fuente: National Geographic/historia Para saber más
La gran armada. Colin Martin y Geoffrey Parker. Planeta, Barcelona, 2011.La Armada Invencible. Angus Konstam. Libsa, Madrid, 2010.